Tal vez nuestras heridas, añadió, sean el único lugar en el que puede arraigar el futuro (Rachel Cusk, Tránsito)
"Estamos todas las embarazadas unas al lado de las otras formando una fila y la profesora conecta su celular al cable de los parlantes. Grita encima de la música mientras mueve los hombros para arriba y para abajo al tiempo que cruza los brazos en forma de equis adelante de su pecho y chasquea los dedos: vamos vamos vamos un dos tres; y yo veo a los cuerpos redondos alrededor de mí dejarse llevar como si hubieran nacido ellas mismas con la música, como si esa música cachengue las hubiera ungido con el don del movimiento y la gracia. Estoy fascinada. Es el Jardín de las Delicias. Estas mujeres están llenas de cuerpo y ritmo y vida. Iluminadas y ágiles.
Como era de esperar, no sé qué hacer con mi cuerpo, cómo sigo esta música, cuánto es demasiado, a quién tengo que mirar, qué tengo que copiar para pasar desapercibida. La profesora se mueve y me dice: seguime mirá uno dos tres cuatro uno dos tres cuatro y yo lo intento. Ella pierde el interés o cree que voy a lograrlo sola y su mano de pronto toca el espejo y vuelve al centro, estira el brazo, toca el espejo, rota y vuelve al centro. Todas la siguen y de nuevo lo intento, la sigo y transpiro, entiendo que no va a haber una indicación antes de cada movimiento, solo tengo que mirarla, prestarle atención a su cuerpo y al mío a la vez, pero en cambio miro a las otras embarazadas que perfeccionan los movimientos y también transpiran y se ríen y están serias y me pierdo de nuevo. Ellas mueven los pies y yo muevo la cabeza, ellas mueven la pelvis y yo muevo la cabeza. Mientras la música nos describe (bailando, bailando), encuentro el reloj de pared y confirmo que todavía faltan cuarenta minutos de esta mala idea. No puedo relajarme ni seguir el baile. Las clases de gimnasia me avergüenzan, no tengo el don de moverme grácil y acompasada, jamás logré que me saliera la vertical y en más de una oportunidad me tropecé mientras trotaba. En la secundaria, hubo una profesora de educación fisica a quien le fascinaba humillarme delante del resto cuando veía mi torpeza desplegarse. Me acuerdo de ella, de su nariz y su boca enormes, de su piel marcada por la actividad al aire libre, de su pelo rubio ceniza, de su gusto por la palabra que atacaba al cuerpo. La profesora de esta clase no se parece en nada a ella, pero yo me doy cuenta de que todavía me parezco en algo a la adolescente que fui. Esta mala idea me paraliza y me gustaría estar en la clase solo para mirar a las demás."
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Rosa Iceberg (CABA)
136 págs. - 20 x 14 cm.
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