Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer y detrás de cada gran mujer hay un gran gato (Helena Paz)
La corona de Fredegunda
"Lola andaba de puntillas, callaba, se limpiaba con esmero y esperaba. Tenía más miedo que en Nueva York y también más que cuando escapó a la cámara de gas. De su memoria habían desaparecido los árboles, las huertas y los prados de su infancia. Guardaba un vago recuerdo, y verde, que le humedecía los ojos también verdes. Ahora solo le quedaba mirar de vez en vez al cielo, cuando no había vecinos indiscretos en las ventanas de las casas de enfrente. Lola no se quejaba de su triste sino, miraba a las estrellas que señalaban rutas abiertas en los azules del gran cielo y a las cuales llegaría alguna vez purificada por el sufrimiento. Para Lola, el sufrimiento era natural y las estrellas, seres felices corriendo por los campos violetas en los cuales vivían protegidas por el gran sol, ahora tan lejano y al que ella casi había olvidado. Lola temía quedarse ciega, pasaba los días encerrada en el armario, para no ser descubierta por los hosteleros de turno. Leli echaba el pestillo para evitar que la fondera descubriera su presencia o la de Petrouchka adentro de los muros de su fonda. Petrouchka se tendía debajo de la cama y se hacía el muerto, mirando el revés del colchón y los resortes oxidados del tambor. Desde ese lugar oscuro, Petrouchka reflexionaba sobre las cosas de este mundo polvoriento que le había tocado en suerte. Debajo de las camas siempre había polvo y a veces Petrouchka lloraba. Su llanto no era silencioso. ¡No!, lloraba con grandes hipos como lloran los hombres humillados. Se miraba las manos y los pies antes blancos y ahora grises de polvo, su traje estaba sucio y él olvidaba lavarse. ¿Para qué le servían sus músculos largos, sus ojos amarillos y sus cabellos rubios si debía vivir escondido debajo de una cama como cualquier cobarde? Los momentos peores eran cuando entraban los fonderos a barrer el cuarto y entonces él debía hacerse muy pequeño y ponerse de pie en un lado del armario en el que apenas había lugar para Lola. Lucía y Leli temblaban, la oscuridad, la falta de aire, el calor y la tensión nerviosa los hacía reñir a gritos o llegar a las manos. Y ellas temían las riñas.
-No llores, Petrouchka... ni riñas con Lola -suplicaba Lucía.
Y los tres, abatidos, esperaban la vuelta de Leli que salía en busca de comida. Estaban hambrientos, el termómetro subía a cuarenta y dos grados y se deshidrataban. Leli fingía seguridad en ella misma cuando bajaba la escalera negra y cruzaba el portal vigilado por Marichu y por Fe, la fondera.
-¡Mírala, va a buscar comida para la tísica! -decían despectivas.
Arriba, en el "cuarto de paso", en esos espacios de espera quieta, los tres amaban soñar con ángeles de alas de oro que algún día los llevarían a un prado azul sembrado de margaritas blancas. El prado celeste era ondulante e inmenso, más grande que todos los mares juntos, incluyendo al Mar Rojo y al Mar Negro, que en ese prado aparecían como una amapola y un pequeño cuervo. Juntos los tres, añoraban el instante en que un diminuto personaje inesperadamente bello les hiciera un signo con algún reflejo, les tendiera su mano, perfecta como un nardo y los hiciera cruzar el dintel de la Gran Puerta de Oro... ¡La Gran Puerta de Oro no era la puerta de ningún hostal o fonda! La Gran Puerta de Oro no estaba hecha para que la cruzaran los fonderos. Ellos permanecerían en sus pasillos ahumados aspirando para siempre los perfumes del puchero. No podrían moverse de su lugar tenebroso, ignoraban la existencia de la Gran Puerta de Oro y solo se ocupaban en vigilar las entradas y salidas de sus huéspedes."
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Mardulce (Buenos Aires)
336 págs. - 19 x 13 cm.
Prensa
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