Dicen que cuando tenés un año de vida no sabés, no comprendés, pero incluso sin palabras debés adivinar que a tu alrededor ocurre algo de una gravedad inmensa, que la vida se está tambaleando, que nunca más habrá una seguridad real (Emmanuel Carrère)
"Cecilia y Laura estaban ansiosas. La noche anterior, en la terraza del hostel de Varanassi, unos franceses las habían convencido de anotarse en Vipassana, mientras yo intentaba conciliar el sueño entre vómitos de un palak paneer rancio. Hablaba una y antes de terminar la frase la interrumpía la otra, que repetía la idea de la anterior, pero con más signos de exclamación y un timbre de voz cada vez más irritante. Gesticulaban con los dos brazos como si fuesen Kali y mientras una lanzaba dardos de saliva, la otra acumulaba baba en las comisuras. Estábamos justas de plata, pero esto era a voluntad, me explicaban, damos lo que podemos, me decían, ¡vendé tu pelo!, me burlaban. Antes de empezar a hablar ya habían tomado la decisión de que iban a participar del curso de meditación que empezaba dentro de dos días en Calcuta, así que yo las escuchaba ovillada en la cama, aturdida por los gritos e indignada por mi falta de carácter; sabía, sabían, que iba a ir con ellas, contra mi voluntad.
Mi espiritualidad era nula, no estaba segura de tener un alma siquiera. No me gustaba que me leyeran la borra del café en los restaurantes árabes, tampoco el reiki o jugar al juego de la copa. De chica había creído en el Ratón Pérez, en Papá Noel y en la Virgen, pero ahora sólo me acordaba de ella cuando el avión atravesaba turbulencias. Jamás había hecho el saludo al sol ni ninguna postura zoológica y nunca se me había cruzado por la cabeza hacerme la carta astral, natal, banal. Constelar era algo vinculado a la NASA, ¿para qué vagar por un bosque de recuerdos?
Lo que me fascinaba de la India eran sus calles enjambradas, su comida especiada y picante hasta el estómago, los palacios imponentes del Rajastán, sus trenes celestes, los saris tornasolados que resaltaban la piel oscura de las mujeres, los rickshaws descontrolados, la inexistencia de semáforos; me reconfortaba el movimiento de un país desbordado. Pero no quería quedarme sola en Varanassi durante diez días. Flotaban demasiados cadáveres en el agua, había pocas cuadras donde se podía respirar sin fruncir terriblemente la nariz y anunciaban lluvia para los próximos cinco días.
-Voy con ustedes, buenísimo -les respondí con desgano.
Cecilia y Laura saltaron sobre mí y me tumbaron en la cama, y al final, echas un moño, nos reímos las tres.
Con un sol que rajaba el pronóstico del New Delhi Times, viajamos en tren durante dieciocho horas rumbo a Calcuta, escuchando Wilco en un parlante que le quedaba demasiado chico y pintando las ventanas polvorientas de fantasías descabelladas. Aproveché el viaje para sacarme nueve piojos que aplasté contra el asiento con mis uñas. Era una lucha eterna."
Tenemos las máquinas (CABA)
142 págs. - 21 x 15 cm.
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