"Mi amigo era lo más parecido a William M. Thackeray. Su retórica, su anecdotario, siempre era brillante y describía todo sin dudar un segundo en las palabras a emplear. Era un duque de la simpleza, una especie de aristócrata desclasado extraño, afilado en el lenguaje y en los deportes. Su tranco no respondía a pasos sobre la tierra, su permanencia en los lugares era leve, suspendida, flotaba y se deslizaba. Existe un lenguaje cheto, chetísimo, que el Moro Acebal manejaba a la perfección, un código entre candoroso y arrogante: argot de los más específicos. Poseía la insolencia de sentirse depositario de ciertos derechos innatos, lo que, por momentos, no lo volvía muy simpático. Todos los jóvenes de su familia paterna se manejaban con este talante, todos pisaban con notable firmeza su territorio mental lingüístico y se asombraban ante lo ajeno, pero sin hacer alharaca. Y lo ajeno era casi todo; casi todo lo que caía fuera del circuito, a la vez gracioso y necio de su medio. El medio más claro en el que el Moro Acebal se sentía cómodo era en su propia piel, con un patrón artificialmente espontáneo que lo volvía extraño e irresistible. Elocuente nato. Él confundía a María Kodama con Yoko Ono, por las kas de sus nombres. Le resultaban extravagantes las coincidencias entre esas dos viudas.5 Era socio de los tres clubes en los que precisamente no hacían falta credenciales para ingresar. Podría haber sido el fundador de lugares elitistas reservados en la web como ASmallWorld.com de la vida contemporánea. A los 18 años prefería cantar folklore cuando todos escuchaban Barón Rojo, recitaba a S. J. Perse y a Cafrune a los gritos (yo no entendía que eso era alucinante), tenía una voz tan diáfana que hasta las bombas de estruendo hacían silencio para oírla y usaba tapados de piel, antes de que Maradona los lleve puestos, alpargatas y jogging tres rayas; taponado de pilchas con un aplomo de distinción insuperable. Se negaba rendir el examen obligatorio para obtener su registro de conducir, por lo que había logrado contratarse un chofer que manejara su Renault 19 último modelo.6 Sabía de caballos y una de sus películas favoritas, a parte de toda la saga de El Padrino, era El Jinete Eléctrico,7 en la que Robert Redford hacía de vaquero y se paseaba vestido de violeta en un caballo destellante con lucecitas de navidad en Las Vegas. Esa peli es la mezcla exacta de su pasado ecuestre, el mundo de las apuestas y Studio54, todo junto: eso era el Moro. Gracias a él aprendí a iluminar mi mirada. Me enseñó a fijar varios swings distintos: el de la pesca, el del bowling, el del golf y el del tenis. Con él aprendí también cosas como que el champagne de buena calidad no pegotea, o que a las mujeres grandes y con cierta experiencia hay que aprovecharlas a tiempo, que el salero no se pasa de mano en mano, o que no hay que cortar la tortilla con cuchillo, que el cuchillo es el último instrumento a empuñar. Se sentaba en cualquier restaurant a pedir "la pesca del día" pero casi nunca se la traían quejándose de manera graciosa por esto. Con el Moro Acebal podía pasarte la cosa más escatológica y abyecta, o la experiencia más refinada. Por eso no se podía, nunca en la vida, dejar de adorarlo. Yo, entonces, cuando me topaba con Acebal y sus amigos, me arrastraba desde un umbral de consensuada realidad hasta límites de ficción delirantes.
5 Para él eran dos japonesas consortes que sólo estaban preocupadas en hacer valer sus derechos de herederas y en vivir de la pensión de ideas ajenas, dos piratas del asfalto creativo. 6 Auto al que le echaba a su radiador bidones de agua bendita por el Padre Ignacio. 7 Título original: The Electric Horseman, dir.: Sidney Pollack, int.: Robert Redford y Jane Fonda, EE.UU., 1979. Trata de un ex campeón mundial de rodeos (Redford), que se dedica a vender desayunos enfundado en un traje con luces intermitentes, y de Jane Fonda, una atractiva presentadora de televisión que haría cualquier cosa por conseguir un buen reportaje. Ellos se enamoran y la película es un lujo."
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Blatt & Ríos (CABA)
76 págs. - 18 x 13 cm.
Prensa
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