Somos cuerpos encerrados en almas (Margaret Cavendish)
"Durante dos años hubo un cementerio de barcos que se instaló frente a la casa y ocupó todo el ámbito de la ventana. Mirarlos me producía un dolor físico, casi, parecido al del bazo o al del calambre que desvía imprevisiblemente la curvatura estable del músculo; y me ponía nervioso. Yo miraba a los barcos morir, dejarse devorar por el salitre; con la superficie llena de úlceras, de la escamación que le sacaba el óxido; y recordaba en cambio los viajes en cayuco por el Don Diego, viajes que habría podido hacer nadando pero en los que yo prefería embarcar, por el simple placer de lo móvil, de la locomoción, de sentirme flotar. Recordaba también el registro de los otros trayectos, más largos y en lancha, con los remanentes del salitre en la cara y resistiendo la interminable crueldad del sol; sentado al frente, entre la carga y las gallinas, mientras el cuerpo de la lancha atravesaba la sal, arrasaba el campo plano del agua, rompía al océano en virutas como si fuera parafina devastada. Del viaje me gustaba todo, incluso el reposo, incluso los saltos entre las olas, y la sensación de que el barco restauraba su lugar entre el océano con un antiguo sentido de la proporción; y me gustaba también el ruido de la banderita golpeada por el viento, incapaz de describir algún curso, y sencillamente turbada. Siempre me pareció que en los viajes los días empiezan a marchar para atrás como en una vieja máquina de microfilme que recoge lentamente el paisaje hacia un nudo; y que la memoria desempolva sus monumentos y los saca a la calle, y que no se tiene más opción que andar para encontrarlos y reconocerlos. A mí me persiguen todos, todas las cosas, incluso la gente, incluso sus posturas, los anillos sobre los dedos; todo tipo de memorias y hasta aquellas vagas que apenas me rozan la palabra y que no puedo retener; pero sobre todo dos. Una viene de un suministro probablemente artificial, creada por el apetito desordenado de querer recordar, o por una belleza inútil que no estriba; la imagen incierta de algo que se escurre, un recuerdo que suda mentira: dos conejos atraviesan el potrero, pero yo tengo los brazos demasiado cortos para agarrarlos. Y cuando en la cabeza me baja esa imagen rota, tan pequeña como una esquirla de la memoria, escucho al tiempo a mi madre decir una cosa dura y plástica, unas palabras honradas dichas con toda sencillez: El sol este no calienta malo o bueno, no. Todo se calienta. Él no dice: voy a calentar nomás este a bueno, no. Malo también. El otro es un recuerdo más fijo, implacable, sedentario; a menudo reconstruible, creo, por la cruel influencia que ejercen los hábitos: Lásides está tumbado sobre el colchón, vestido solamente con unos calzoncillos mareados, transparentes como una mezclilla; y me pide que me suba encima suyo. Yo me paro y trato de correr; y busco entre los escondites de la casa a la tortuga."
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Eterna Cadencia (CABA)
96 págs. - 22 x 14 cm.
Prensa
El País: “La animalidad nos ayuda a restaurar la humanidad” LEER
Infobae: “No estoy segura de que exista un ‘boom’ o auge de escritoras latinoamericanas” LEER
Página12: Pasado y presente de Colombia LEER
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