Me voy a mirar el cuadrito, decía Liliana Maresca después de tomar su dosis de morfina (Lucrecia Rojas)
"Cuando me desperté había niebla. Pero no una niebla cualquiera. Era como si una tela de lino hubiera caído sobre el mundo y todo lo que se veía desde la ventana de mi departamento -la plaza de pasto seco, el monumento al prócer sin cabeza que desde que le robaron la plaquita de bronce nadie recuerda quién es, los perros olisqueando el perímetro del pedestal de mármol y sus dueños conversando en ronda, algunos con barbijos, otros cubriéndose la boca con pañuelos- tuviera una espesura fantasmal. Parecía una niebla londinense pero sin su misterio acuoso; era opaca, seca, del color del granito sin pulir. Avanzaba desde el oeste hacia la ciudad. Una columna de cenizas de dos kilómetros de ancho venía del Delta, donde los helicópteros intentaban apagar hacía días una quema de pastizales que se había descontrolado. En las últimas horas habían cerrado los aeropuertos y Gendarmería estaba desviando los vehículos que querían entrar en la capital.
Los noticieros decían que no había por qué alarmarse, el monóxido de carbono contenido en el aire era bajo, pero a mí las manos me empezaron a transpirar. Suelo ser tan atolondrada bajo presión... Una vez me mareé en un barco, me di vuelta como un paraguas berreta en la tormenta; tan desahuciada me sentía que me tiré al agua pese a los gritos de mis compañeros que me advertían que era zona de tiburones. Cuando me siento físicamente mal, cualquier peligro, por enorme que sea, me parece una entelequia al lado de mi tormento concreto. Y ahora, con la niebla, lo único que me importaba era escapar. Intenté convencer a mi marido de que si manejábamos hacia el sur podríamos alcanzar un poco de cielo límpido, una zona libre de humo. Antes de quedarme embarazada era persuasiva hasta la depravación, pero últimamente mi marido empieza todos sus comentarios con la palabra «no».
Partí sola en el auto, mi salita privada de pensar. Me calcé los anteojos negros antes de arrancar; y de haber tenido un chador me lo hubiera puesto también. Prendí el aire acondicionado, mala idea, por las rendijas salió un ventarrón tan áspero como papel de lija. Tosí, lo apagué y puse rumbo sur por avenida Corrientes. No sabía bien adónde ir pero mi instinto de supervivencia me lleva siempre a los museos, como la gente en la guerra corría a los refugios antibombas. Me acordé de un museo que está al otro lado de la ciudad y hacía rato que tenía abandonado, lo que es raro, ya que tiene los cuadros de mi pintor favorito. Por las pérdidas, había tenido que mantener reposo durante unas semanas y mi historia del arte se estaba empezando a oxidar. Para ponerla en forma me hablé a mí misma todo el viaje, tratando de no mover mucho los labios para que en los semáforos los autos vecinos no creyeran que había perdido la cabeza. Me conté el cuento con los pedazos que recordaba, tosiendo cada tanto, a pesar de que iba con las ventanillas cerradas. Parecía un paleontólogo que sale de una excavación subterránea y se dispone a reconstruir a su criatura con los tres huesitos locos que lleva en su riñonera."
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Anagrama (Barcelona)
160 págs. - 22 x 14 cm.
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