"La costumbre es como esos caminos que se hacen a fuerza de pasar una y otra vez pisando el pasto y los yuyos, abriéndolos a los costados de ese lugar donde de a poco aparece la tierra, y así, en donde antes uno podía dibujar un recorrido a su antojo, de repente, parece imposible tomar un rumbo que no sea el de las propias huellas.
Lo que le arrebató a Juan Inciarte esa libertad fue una comodidad hecha de ausencia de preguntas. Pero como si hubieran estado agazapadas en silencio y se les hubiera ocurrido salir y atacar todas juntas, las preguntas aparecieron en él un día nublado de mayo, el día en que decidió, al salir del trabajo, caminar por la avenida en lugar de tomar el subte.
Caminó en sentido contrario al de siempre, o al menos al de los últimos catorce años, y la avenida, como alguien a quien uno ve de espaldas y de repente se da vuelta, se presentó como si por primera vez Juan la viera, y fue ese mágico girar de la avenida, ese mostrarse con otros colores y otras luces, casi en cámara lenta, lo que hizo que Juan sintiera que tal vez su vida había estado de espaldas a él y pudiera, como la avenida, darse vuelta y ser bella. Y si bien la belleza es en sí una forma de amabilidad, la avenida, sus edificios de estilo francés e italiano, y hasta los más modernos, esos que parecen hechos de hielo, miraron a Juan de un modo no sólo más amable sino como una invitación.
Pero la belleza trae, como todas las cosas, inevitablemente atada a ella, su sombra. Y Juan esa tarde en que ya empezaban a caer algunas gotas, lo que descubrió fue la posibilidad de la belleza y de la fealdad, o lo que es lo mismo, de lo bueno y verdadero y de lo que no lo es, y como si la pregunta fuera una lupa, Juan miró a través de ella, su trabajo en la aseguradora, su matrimonio de dieciséis años, las cortinas verdes, el perro que se subía a la cama y la llenaba de pelos, la comida, sobre todo las croquetas de verdura, los domingos en casa de sus suegros. Todo tenía una especie de sabor a ajeno, a error en el hecho de serle atribuido. Pero todo le pertenecía a Juan como le pertenecía el perro, de ese modo entre impuesto y enternecedor, un modo tan detestable como inocente. Él había decidido casarse con Laura, o al menos lo había aceptado. La había elegido, lo mismo que a la casa. No era ajena su vida, no podía abrir la puerta e irse como quien sigue de largo indiferente. Tampoco sabía si irse era lo que quería."
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Bajo la luna (CABA)
160 págs. - 20 x 13 cm.
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