"Me cuento entre las personas que se tensan por completo si en un avión o en la sala de espera de algún consultorio escuchan el llanto de un bebé, y que enloquecen si este se prolonga durante más de diez minutos. Tampoco es que los críos me disgusten por completo. Verlos jugar en un parque o descuartizarse por un juguete en el arenero puede incluso resultarme entretenido. Son un ejemplo viviente de cómo seríamos los seres humanos si no existieran las reglas de urbanidad y civismo. Durante años traté de convencer a mis amigas de que reproducirse constituía un error irreparable. Les decía que un hijo, por tierno y dulce que fuera en sus buenos momentos, siempre representaría un límite a su libertad, un peso económico, para no hablar del desgaste físico y emocional que ocasionan: nueve meses de embarazo, otros seis o más de lactancia, desveladas frecuentes durante la niñez, y luego una angustia constante a lo largo de su adolescencia. «Además, la sociedad está diseñada para que seamos nosotras, y no los hombres, quienes se encarguen de cuidar a los hijos, y eso implica muchas veces sacrificar la carrera, las actividades solitarias, el erotismo y en ocasiones la pareja», les explicaba con vehemencia. «¿Vale realmente la pena?»
En aquella época viajar era muy importante para mí. Aterrizar en países lejanos de los cuales no sabía gran cosa y recorrerlos por tierra, a pie o en autobuses destartalados, descubrir su cultura y su gastronomía estaba entre los placeres de este mundo a los que de ninguna manera se me habría ocurrido renunciar. Parte de mis estudios los hice fuera de México. A pesar de la precariedad con la que vivía entonces, veo ese tiempo como una etapa más ligera de mi vida. Un poco de alcohol y un par de amigos bastaba para convertir cualquier noche en una fiesta. Éramos jóvenes y a diferencia de ahora desvelarnos no nos causaba estragos en el cuerpo. Vivir en Francia, incluso con poco dinero, me daba la oportunidad de conocer otros continentes. Cuando permanecía en París dedicaba muchas horas a leer en bibliotecas, a ver teatro, ir a bares o a clubes nocturnos. Nada de eso resulta compatible con la maternidad. Las mujeres con hijos no pueden vivir así. Al menos no durante los primeros años de crianza. Para permitirse una simple tarde de cine o una cena fuera de casa, necesitan planearlas con mucha anticipación, conseguir una niñera o convencer a su marido de cuidarle a los hijos. Por eso, siempre que las cosas empezaban a volverse serias con un hombre, le explicaba que conmigo jamás podría reproducirse. Si discutía o si asomaba algún indicio de tristeza o inconformidad en su rostro, yo apelaba de inmediato a la sobrepoblación de la Tierra, un motivo poderoso y lo suficientemente humanitario para que no me tachara de amargada o, peor aún, de egoísta, como suelen llamarnos a las que hemos decidido escapar al papel histórico de nuestro sexo.
A diferencia de la generación de mi madre, para la que resultaba aberrante no tener hijos, en la mía muchas mujeres decidieron abstenerse. Mis amigas, por ejemplo, se podrían dividir en grupos igual de grandes: las que contemplaban abdicar de su libertad e inmolarse en aras de la conservación de la especie, y las que estaban dispuestas a asumir el oprobio social y familiar con tal de preservar su autonomía. Cada una justificaba su postura con argumentos de peso. Como es natural, yo me entendía mejor con las segundas. Alina era de esas."
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Anagrama (Barcelona)
240 págs. - 22 x 14 cm.
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