Traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc
Creando todas las cosas, él entró en todo. Entrando en todas las cosas se transformó en lo que tiene forma y en lo que es informe; se transformó en lo que puede ser definido y en lo que no puede ser definido; se transformó en lo que tiene apoyo y en lo que no tiene apoyo; se transformó en lo que es burdo y en lo que es sutil. Se transformó en toda clase de cosas: por eso los sabios lo llaman lo Real (Vedas, Upanishad)
"Hacía dos semanas que ese hombre había llegado al hotel que había encontrado en medio de la noche casi sin sorpresa, porque el agotamiento hacía que todo fuera posible. Era un hotel vacío; sólo estaban el alemán y el empleado, si es que era un empleado. Y durante dos semanas, mientras Martim recuperaba las fuerzas en un sueño casi ininterrumpido, el auto seguía detenido en una de las alamedas, con las ruedas enterradas en la arena, y tan inmóvil y tan resistente al hábito de incredulidad del hombre y a su preocupación por no dejarse engañar, que Martim terminó por creer que estaba a su disposición.
Pero lo cierto es que ya en aquella noche de pies indecisos -cuando por fin se dejó caer medio muerto en una cama verdadera, con sábanas verdaderas-, ya en aquel instante el auto representaba la garantía de una nueva fuga, en caso de que los dos hombres mostraran demasiada curiosidad por la identidad del huésped. Y el huésped había caído confiado en el sueño como si nadie pudiera jamás lograr arrancar de su garra firme, que apenas tocaba la sábana, la rueda imaginaria del volante.
El alemán, sin embargo, no le había preguntado nada, y el empleado, si lo era, apenas lo había mirado. El desgano con que lo habían aceptado no provenía de la desconfianza sino del hecho de que el hotel ya no era un hotel desde hacía mucho tiempo -tanto tiempo como llevaba en venta, le había explicado el alemán, y, para no parecer sospechoso, Martim había asentido sonriendo. Cuando todavía no habían construido la carretera nueva, los autos tenían que pasar por allí; el caserón solitario no habría podido estar mejor ubicado como lugar obligado para pernoctar. Cuando se trazó y se asfaltó la nueva carretera a cincuenta kilómetros de allí, desviando el curso del tránsito, el lugar quedó muerto y ya no hubo motivos para que alguien necesitara un hotel en una zona ahora entregada al viento. Pero a pesar de la aparente indiferencia de los dos hombres, la obstinada búsqueda de seguridad de Martim ancló en ese auto sobre el cual también las arañas, tranquilizadas por la inmovilidad del barniz, habían ejecutado su aéreo trabajo ideal.
Era ese auto el que en plena noche se había desenraizado roncamente.
En el silencio de nuevo intacto, el hombre miró estúpidamente el techo invisible que en la oscuridad era tan alto como el cielo. Acostado boca arriba en la cama, intentó en un esfuerzo de placer gratuito reconstruir el ruido de las ruedas, porque cuando no sentía dolor casi siempre era placer lo que sentía. Desde la cama no se veía el jardín. Un poco de bruma entraba por los postigos abiertos, y el hombre lo advirtió por la fragancia a algodón húmedo y por ese ansia física de felicidad que produce la neblina. Había sido nada más que un sueño, entonces. Sin embargo, escéptico, se levantó."
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El cuenco de plata (Buenos Aires)
352 págs. - 21 x 13 cm.
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