Una historia de espías en la salta de Güemes
"«Nada peor que un mestizo», solía decir Fray Hernando, el párroco de la iglesia de San Francisco. Los indios podían rescatarse, sus almas eran turbias pero inocentes y, bien guiadas, podían ser conducidas a la salvación. Incluso los que habían entrado con el coronel Castro a la ciudad, esa chusma hereje de cuicos que dormían y llenaban de excrementos el patio del convento, no se iría todita al Infierno. Porque después de todo guerreaba en el bando del Señor, y eso contaba. Ahora: los mestizos eran en su mayoría bastardos sin rescate, eran el producto de la lujuria, de la ignominiosa tentación diabólica. Un cristiano, un español, tal vez un hombre de pro, de esos que le susurraban a él, aterrados en el confesionario, sus caídas en el abismo, había sido arrastrado por una carne maldita, había sido obligado a la violencia y al pecado. El fruto es el mestizo, que ofende los ojos de Dios. Hasta los hijos de esta tierra, aun nacidos solamente de españoles, tienen algo mestizo. Para prueba, bastaba remitirse simplemente a lo que todos conocían: sublevaciones contra la Junta de Cádiz como la que en un mes de mayo, cuatro años atrás, en Buenos Aires, había inaugurado el caos en ese virreinato; guerra contra el poder real, blasfemias que terminaban cuestionando —el Padre Hernando no se engañaba al respecto— a la divina monarquía y a España. Era la fuerza demoníaca de una tierra mestiza y Gabriel Mamaní, mestizo auténtico, era una afrenta contra la creación. Pero hasta para él, el infinito amor del Señor podría hacer un lugar, aseguraba Fray Hernando, hasta Mamaní podría salvarse del dolor eterno si escuchaba al cura, si por fin lograba obedecerlo.
Casi siempre, Gabriel le creía y trataba de portarse bien. Él no quería morir y sufrir eternamente. Pero a veces se quedaba mirando desde el campanario la cadena de cerros verdes, castaños, los picos con nieve más lejanos, y no le creía ya más.
Ése era su problema, Gabriel lo sabía: las montañas lo hacían olvidar la Verdad. El aire de los cerros lo perdía.
—Tallé el Santo con la ventana abierta —se reprochó mientras se levantaba del catre.
Ya vería qué haría. «Quizás, si me atravesara la palma de la mano con un clavo podría redimirme y hacer las cosas bien». La idea lo horrorizó. «Eso es de santo, no es para mí». De pronto sintió otra vez la mano suave de uno de sus hermanos mayores, la mano delicada que le había tomado el brazo para examinar la lastimadura que lo hacía llorar. «No es nada», decía la voz del hermano y él lloraba. «Vamos, si no es nada».
Era su más antiguo recuerdo: una voz, una mano. Tendría dos años o incluso menos. No se acordaba con qué se había cortado sin querer, jugando entre las mujeres que cocinaban. Su madre lo habría curado después, como siempre.
Es que el dolor es así: no es bueno ni malo. Si ocurre, hay que tratar de curar. Eso había aprendido él allá en los cerros. ¿Qué podía hacer?"
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Marea (CABA)
256 págs. - 23 x 16 cm.
Prensa
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