En cuanto a Burton, en la Inglaterra del siglo XVI, ve cómo la melancolía "se dilata como un gran río que brota del corazón de la propia vida y se extiende a todas las orillas”. En cada ocasión, el extraño goce recaía sobre sí misma; y la fuerza perdida, y el cansancio, no le dejaban más que la oscura certidumbre de que tendría que volver a empezar. (Valentine Penrose, La condesa sangrienta)
"Caminamos un poco más, nos detenemos frente a una hiedra de un verde brillante que baja en cascada por el costado de una bóveda, de una abundancia inexplicable, Una pareja de extranjeros me hace señas con las manos y me pregunta en inglés si sé dónde está la tumba de Evita, les señalo la dirección. Llevan botellas de agua en la mano, me agradecen, siguen su camino. De pronto miro alrededor y no veo a Santiago. Es algo que hace todo el tiempo por más que lo rete con furia, se adelanta corriendo y desaparece a la vuelta de una esquina. Camino rápido en la misma dirección en que veníamos, miro a un lado y al otro. No está. En todas partes veo personas que no son mi hijo. No sé si seguir adelante o doblar. Decido quedarme donde estoy para que él pueda encontrarme pero de pronto me doy cuenta de que puede haber ido hacia esa zona del cementerio que estoy tratando de evitar y la desesperación me sube desde las rodillas.
Hay una bóveda en particular que está en desuso. Nadie que yo haya conocido está sepultado ahí pero ahora se me clava en la frente una pregunta: si la puerta que durante décadas permaneció bajo llave, y que hace росо se abrió por primera vez en mucho tiempo, estará cerrada o abierta.
Me doy cuenta por fin de la locura de haber venido esta vez con mi hijo; decido que en cuanto aparezca nos vamos sin demora. Solo que no aparece. No sé cuántos minutos pasan, quizás solo uno. Empiezo a gritar su nombre. A los pocos segundos aparece agitado desde el fondo del pasillo en el que estoy esperando, me mira con intensidad, trata de adivinar si estoy enojada. Tengo el cuerpo tenso y listo para retarlo pero me desarma ese destello de comprensión. Me arrodillo y lo abrazo. Me dice que se asustó, le digo que yo también y que nos vamos ya mismo. Lo tomo de la mano y empezamos a buscar la salida.
Me sobresalta el tañido de las campanas, insistente, que señala la hora de cierre. No me di cuenta de que había pasado la tarde. El cielo sigue compacto y nublado pero no va a llover, es solo un manto cada vez más espeso que lo cubre todo. Vamos hacia el pórtico pero no podemos atravesarlo porque un mar de gente se agolpa en los pasillos que conducen a la entrada. Allá arriba en el friso, muy por encima de nuestras cabezas, se lee "Esperamos al Señor" en un idioma muerto. De repente me pone nerviosa estar entre la multitud, tengo ansiedad por irme. Santi me tironea para que avancemos. Todo pasa como en un parpadeo: entre las caras de los extraños aparece una que me llama la atención, porque me está mirando. En realidad no aparece, me doy cuenta de que ya estaba ahí, inmóvil en medio de la gente que esquiva y trata de alcanzar la salida. Hay algo desafiante en la manera en la que no desvía la mirada cuando fijo la mía en ella. Tiene el pelo largo y oscuro, desordenado como el de una ciruja, pero no es eso; hay algo en ella que no pertenece acá. No a este lugar sino, cómo decirlo... a la realidad. Siento el golpe del corazón contra las costillas cuando comprendo por qué me parece conocerla. La angustia me cava un hueco en el pecho. Sostengo fuerte la mano de Santiago y empiezo a empujar para que nos dejen salir, es preciso que lo hagamos ya. Empujo entre los cuerpos con el hombro, con los codos, pongo a Santiago atrás mío para que no lo aplasten y lo arrastro conmigo. Varias personas me miran con odio, una me insulta. Cuando ya estamos por pasar bajo el pórtico me doy vuelta desesperada para ver si la mujer todavía sigue en su lugar y me encuentro con esos ojos salvajes, cargados de intención. Está absolutamente inmóvil, los últimos visitantes le pasan por al lado y siguen. Todos buscamos abandonar el cementerio, pero ella gira y empieza a caminar hacia las tumbas."
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Blatt & Ríos (CABA)
296 págs. - 18 x 13 cm.
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