Traducción de Claudio López de Lamadrid
"Aún hoy a veces creo verlo en la calle, de pie junto a una ventana o inclinado sobre un libro en una cafetería. Y en ese instante, antes de caer en la cuenta de que se trata de otra persona, se me encoge el estómago y me quedo sin respiración.
Lo conocí hace ocho años. Yo acababa de graduarme en la Universidad de Columbia. Ese verano hacía mucho calor y me costaba dormir por las noches. Me quedaba echada en mi apartamento de dos habitaciones de la calle Ciento nueve Oeste escuchando los ruidos de la ciudad. Me dedicaba a leer, escribir y fumar hasta que se hacía de día, pero algunas noches en las que el calor me abatía hasta el punto de impedirme trabajar, contemplaba a mis vecinos desde la cama. Miraba a través de la ventana atrancada, por el estrecho extractor al apartamento enfrente del mío, y veía a los dos hombres que vivían allí deambular de una habitación a otra, medio vestidos y sofocados de calor. Un día de julio, no mucho antes de conocer al señor Morning, uno de los hombres se acercó desnudo a la ventana. Había oscurecido y se quedó allí durante un buen rato con el cuerpo iluminado desde atrás por una lámpara amarilla. Me camuflé en la oscuridad de mi habitación y en ningún momento supo que yo estaba allí. Esto sucedió dos meses después de que Stephen me dejara, y yo pensaba incesantemente en él, revolviéndome en las sábanas húmedas, incómoda, angustiada.
Durante el día me dedicaba a buscar trabajo. En junio había hecho una investigación para un historiador médico. Cinco días a la semana me sentaba en la sala de lectura de la academia de medicina de la calle Ciento tres Este, y me dedicaba a llenar fichas con información sobre enfermedades importantes —peste bubónica, lepra, gripe, sífilis, tuberculosis—, así como otras aflicciones más oscuras que ahora sólo recuerdo por sus nombres: codo del tenista, fiebre del heno, enfermedad de Ragsorter, rodilla de la criada y fiebre del dandi. El doctor Rosenberg, un octogenario que hablaba y se movía muy despacio, me pagaba seis dólares a la hora por llenar esas fichas, y aunque nunca entendí qué utilidad les daba, jamás se lo pregunté, temerosa de que la explicación durase horas. El trabajo concluyó cuando mi jefe se fue a Italia. Siempre había sido una estudiante pobre, pero la partida del doctor Rosenberg me dejó en una situación desesperada. No había pagado el alquiler del mes de julio, y no tenía dinero para el de agosto. Me acercaba diariamente a la Facultad de Filosofía para mirar en el tablón de anuncios las ofertas de trabajo, pero siempre que llamaba por alguna en concreto ya habían cubierto el puesto. En cualquier caso, así fue como descubrí al señor Morning. Una pequeña nota escrita a mano anunciaba el puesto: «Se busca. Ayudante de investigación para un proyecto ya en marcha. Preferentemente estudiantes de Literatura. Herbert B. Morning». Bajo el nombre había un número de teléfono, y llamé de inmediato. Antes de que acabara de presentarme, un hombre con una bonita voz me dio una dirección en Amsterdam Avenue y me dijo que me personara allí cuanto antes."
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Seix Barral (Barcelona)
240 págs. - 23 x 14 cm.
Prensa
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