"Frankfurt fue primero una ciudad de libro, de casas con vigas oscuras dibujadas en las paredes claras, ventanas de madera y flores en macetas, colgando de los alféizares. En una de esas casas vivía Clara, la niña paralítica que Heidi fue a visitar y entretener cuando la arrancaron del medio del campo para ser educada.
El segundo Frankfurt que conoció tampoco se parecía a aquellos dibujos: era un lugar de vidrio donde la esperaban, en una noche de invierno, para derivarlos a diferentes pueblos y ciudades, a ella y a otros quince adolescentes ilusionados. Era enero de 1993 y ella jamás había estado en Alemania; apenas balbuceaba unas palabras que estaba tratando de fijar en su mente desde hacía unos meses. Para aprender alemán, se tomaba un colectivo desde su pueblo, donde nadie hablaba alemán, a una pequeña ciudad vecina, tres veces por semana.
Volvió a Frankfurt en diciembre de 1998, con la intención de bajar hasta Donaueschingen a visitar a la familia que la había alojado durante el intercambio, para después emprender un largo viaje de mochila. No acordaron cómo iba a ser esa conexión, ella sólo les avisó la fecha de llegada del vuelo por mail.
Había comprado el pasaje en una agencia estudiantil y su precio incluía dos días de viaje con tres escalas: una de pocas horas en Santiago de Chile, que aprovechó para recorrer el centro de la ciudad, otra en Puerto Rico, que sólo sirvió para estirar las piernas y una tercera, de ocho horas en Nueva York. Era la época en que los argentinos recibían una visa de turista de manera automática, al pisar el suelo norteamericano, así que pudo salir con total fluidez del aeropuerto y tomarse un tren a Manhattan. Hacía mucho frío, pero pudo pasear, dar unas vueltas erráticas y terminó comiendo por unos pocos dólares en un comedero del barrio chino. Unos años después, en otra parada breve en la ciudad, se encontró comiendo en el mismo lugar, sin proponérselo. Esta vez la situación era muy diferente, hacía apenas tres semanas que habían caído las Torres Gemelas y toda la situación de viaje había cambiado para siempre, instalando una nueva paranoia y procedimientos de control que hasta entonces no habían existido en Occidente.
Pero en 1998 todavía se podía ir de un lado al otro de manera más inocente. Estaba recién recuperando su equipaje de la cinta, cuando oyó que los parlantes decían su nombre impecablemente y la citaban en algún punto del aeropuerto. Hacia allá fue, con una asombrosa naturalidad, para encontrarse con su "madre" de intercambio, que la abrazó como si ella fuera una cabrita perdida, separada de la manada; era un abrazo tibio, mullido y más grande que su cuerpo. De ahí salieron en auto rumbo a Donaueschingen, donde se pasó unos cuantos días horneando masitas de Navidad y compartiendo la nutrida rutina protestante de tareas domésticas, charlas junto al fuego y lecturas, mirando la nieve por la ventana, y fumando a escondidas. La Navidad fue muy bonita, con sus rituales. Lo que más le llamó la atención fue que a la hora de los regalos cada uno se fue a su cuarto y la madre los llamó con una campanita."
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Caballo negro (Córdoba)
288 págs. - 20 x 14 cm.
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