Escribir es también bendecir una vida que no ha sido bendecida (Clarice Lispector)
"Camino a Mar Bravo hay un cementerio para pobres. Se convirtió en sitio de peregrinación de los elegidos porque cuatro de los suyos fueron enterrados ahí. Entre tumbas con flores de mentira decoloradas por el sol, lápidas rotas en las esquinas y hierbajos, lloraban las chicas de piel centelleante, con sus blusas blancas, sus pantaloncitos de jean, sus abalorios y sus sandalias de tiritas. Se abrazaban y se acariciaban las cabecitas, como ninfas ante el cadáver de un cordero. A su lado, sin llorar, pero con las manos apretadas a la altura de la entrepierna, los machos de esa especie: chicos con el pelo cayéndose sobre los ojos, con los brazos deliciosamente duros. Pecosos, lampiños, silenciosos y adustos como genios o como imbéciles, guapos hasta el miedo.
Entre ebanistas, costureras, pescadores y bebés malnutridos desde el vientre sepultaron a los cuatro surfistas de Punta Carnero. Los padres habían decidido que sus hijos estuvieran en aquel cementerio gris y no en el de los ricos con ese césped verde cotorra, rosas frescas, rojas y sinvergüenzas, traídas en camión refrigerado y lápidas de mármol con inscripciones religiosas y apellidos larguísimos. Querían que los cadáveres de los ahogados más hermosos del mundo estuvieran para siempre junto al mar. Eran cuatro, heredarían la tierra. La noche anterior a la muerte habían roto setenta y siete corazones en la fiesta del Yacht Club besuqueando y agarrándoles la nalga sobre el vestido veraniego a sus flamantes noviecitas. Al amanecer, todavía borrachos, se enfundaron el neopreno negro y así, como disfrazados de calavera, salieron a surfear en marejada, convencidos de su inmortalidad de niños dioses. El mar los escupió al séptimo día, blandos y blanquecinos como recién nacidos.
Nosotras casi siempre nos poníamos a beber ahí afuera del cementerio de Mar Bravo porque, ¿qué más ibamos a hacer? Las fiestas eran privadas, solo con invitación. Chicos preciosos invitando a chicas preciosas, chicos regulares invitando a chicas preciosas, chicos feísimos invitando a chicas preciosas. Puertas parecidas a las del cielo que se abrían para otras que no éramos nosotras. Una vez intentamos entrar y el guardia dijo que era una fiesta para gente conocida y le contestamos: ¿conocida por quién? Pero el hombre ya estaba levantándole la pretenciosa seguridad, barras con cordones de terciopelo color sangre, a una chica atlética, nítida y sonriente como salida de un comercial de tampones. Moríamos por saber qué pasaba detrás de esas puertas, aunque instintivamente sabíamos que no habría lugar para nosotras allí, que nuestros defectos se multiplicarían hasta tragarnos, que seríamos una hipérbole de nosotras mismas, espejos de feria andantes: la gordota, la marimacha, la larguirucha, la aplastada, la contrahecha. Así como las chicas guapas juntas potencian su atractivo, solapando con sus virtudes grupales cualquier defecto y se embellecen unas a otras hasta brillar como un solo gran astro, las chicas como nosotras cuando estamos juntas nos transformamos en un espectáculo casi obsceno, exacerbados los defectos como en un freak show: somos más monstruas."
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Páginas de Espuma (Madrid)
144 págs. - 24 x 15 cm.
Prensa
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