Afterwards, when we have slept, paradise-comaed and woken, we lie a long time looking at each other (SHARON OLDS, The Knowing)
"Esa mañana llegaron de New Haven a instalarse por dos semanas en un apartamento que tienen los papás de Lucía en Sunny Isles. Queda en un hotel moderno, pero discreto, y está equipado con todo lo que una familia latinoamericana más o menos acomodada precisa en sus vacaciones -incluido el servicio diario de limpieza y la facilidad de alquilarse una mucama del staff para que les haga algunos extras: cocinar, lavar, planchar, hacer compras, cuidar a los niños. Algunas familias llevan a su niñera. Los papás de Lucía tienen a Cindy, que vino adosada al apartamento y propone una situación menos tercermundista que la de viajar con la sirvienta -o al menos eso se dicen ellos-. Cindy nació en Estados Unidos, pero tiene padres cubanos. No usa uniforme. Tiene bucles castaños, auto propio, caderas anchas y redondas. Y un marido celoso, según contó alguna vez sin que nadie le preguntara. Cindy es una de esas chicas que se acerca mucho a las personas para hablarles, como si todo se tratara de un secreto. Y le gusta tocar: «¿Quieres que te haga un masaje en los pies, Lucy?», te cae de la nada, y antes de que puedas contestarle ya te ha sacado los zapatos y tiene los pulgares hundidos en las plantas de tus pies, generándote una mezcla de placer y repugnancia. Lucía no le da espacio para que se acerque, y aun así no consigue controlarla demasiado. Cindy la odia. O eso piensa ella, aunque su mamá le dice que está equivocada: «No le has dado la oportunidad de conocerte». Y Lucía: «Claro que no». Cindy usa a los niños para comunicarle su resentimiento; casi todas las quejas que deja entrever, mientras revuelve huevos, sirve el café o se mira las cutículas, tienen que ver con el carácter de Lucía: «¿Qué desayunó su mami, ácido muriático?». Los niños la miran embobados. «¿Vinagre con limón?». Los niños la abrazan y la besan.
La primera vez que visitaron el apartamento fueron todos: Pablo, Lucía, Tomás y Rosa, que entonces eran bebés. Días después, se sumaron los abuelos. Cindy estaba excitadísima. Su sentido de la proxemia era el de un perro faldero, se paseaba por rincones escasos como si se hubiese tragado un tornado. Un día golpeó a Pablo con las nalgas. En la cara, lo golpeó. Se había inclinado a buscar un juguete de Tomás debajo de un sillón, y Pablo, que intentaba leer un libro en el asiento de enfrente, sintió un golpe ciego en el tabique. Las lágrimas le nublaron la vista. «Fue como besar una bola de demolición», le diría aquella noche a Lucía, y se reirían como borrachos. Porque estarían borrachos. Todavía no habían tenido la conversación sobre el alcohol y los hijos. O el alcohol como sustituto del sexo. O el alcohol y ese aliento podrido que manejaban últimamente.
Esta noche Lucía duerme en su cama con los niños."
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Alfaguara (CABA)
156 págs. - 24 x 15 cm.
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