"Su padre la mira por unos segundos y luego aparta los ojos, avergonzado, piensa Elise, o enojado. O ambas cosas. De inmediato vuelve a ocuparse del tema que los ha llevado hasta allí, hasta esa villa en los márgenes de la vida. Ese conjunto de casas no se parece en nada a la colonia. Son construcciones dispersas, obstinadas en alcanzar algún retazo de ese cielo sucio, sin pájaros. Dos o tres horribles edificios de ladrillo visto y ventanas mezquinas reinan en todo ese lodo. Elise mira sus zapatos y piensa que debería quitárselos, cuidarlos mejor por si el pie le crece. Tiene quince, es cierto, pero ha escuchado que a su abuela Anna el pie le creció hasta que tuvo su primer hijo, a los dieciocho. Ella es muy parecida a la vieja Anna: los ojos casi transparentes, la frente redonda, como ideando soluciones o alabanzas. A ella también, cuando canta, se le brotan azules como riachuelos subterráneos las venas de las sienes. Eso es cantar con amor, dice su padre. O decía. Porque después del último turbión el mundo se precipitó sobre ella.
Elise entiende palabras salpicadas del español que su padre utiliza para hacer las transacciones con el indio. "Tractor", "luna" y "quinientos pesos" es lo que Elise comprende. Aunque no está muy segura de la última. También podría ser "quinientos quesos". El año anterior, cuando el turbión de junio desbordó el río y los cauces artificiales y ahogó sin un ápice de piedad las plantaciones de soya, Walter Lowen, su padre, salió del paso aumentando la producción de queso. Ella le rogó con humildad que le permitiera acompañarlo a la feria de Santa Cruz para ayudarle a vender los quesos. Eran más de quinientos rectángulos perfectamente cuajados, con la mejor leche, apenas dorados por los pocos rayos de sol que se colaban entre las altas ventanas del galpón donde las mujeres se encargaban del desmolde. Esa vez comprendió poco, casi nada, de lo que su padre hablaba con los compradores. Algunos la miraban sin disimulo, tal vez elaborando razones genéticas descabelladas para entender los inquietantes ojos albinos, y murmuraban algo o le sonreían directamente. ¿Era bonita Elise? No precisamente, pero tenía que agradecerle al Señor la composición definida de su rostro, la manera en que el mentón se apretaba contra el labio inferior, un poco más grueso que el superior, y que era lo que según la propia abuela Anna le exigía ser más sencilla, protegerse mejor.
Protegerse. Contra el turbión que todo lo destruía a puro dentelladas de electricidad y agua. Protegerse, sí, ¡contra los designios del Señor! Y que Walter Lowen jamás la escuchara blasfemando así."
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Marciana (Buenos Aires)
192 págs. - 19 x 13 cm.
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