"Sacarnos los piojos a mí y a mis hermanas fue de las pocas tareas que mi mamá jamás delegó ni en las empleadas, ni en mi tía, ni en mis abuelos. Algunas madres les cuentan cuentos a sus hijos todas las noches, o piensan que cocinarles es sagrado, pero no tiene que ver con eso: hace más de veinte años, desde que se murió mi papá, que mi mamá no tiene tiempo para asuntos sagrados. Nos despiojaba personalmente porque cree —igual que yo— que la única manera de asegurarte de que algo se haga bien es hacerlo una misma. Quizás nuestra religión verdadera sea esa, la mía y la de ella. Todas las demás cosas podían hacerse un poco mal —mamá no es una obsesiva— pero lo de los piojos tenía que hacerse bien, especialmente conmigo.
La noche de la que hablo yo tenía once años, mamá treinta y cinco, y no era tan de noche, debían ser las siete. Estábamos en nuestra posición de fumigación crucero: yo en la bañadera, desnuda, sentada en medio de un charco de agua tibia y arabescos de jabón. Ella, en una sillita de madera, estratégicamente ubicada para pasarme el peine y descargarlo en la bacha sin tener que levantarse. La casa entera olía a la mezcla de crema de enjuague y vinagre de manzana con la que mi mamá aspiraba a aflojar las liendres que yo tenía pegadas en cada centímetro de pelo disponible. La casa entera, pero ella no: tenía puesto un perfume floral, alcohólico, fuerte y femenino, de esos que impregnan los ascensores. También tenía tacos, medibachas transparentes que le levantaban la cola y le alisaban las piernas, los labios pintados de rojo y una pollera lápiz blanca. Arriba, nada: solo un corpiño color piel y el pelo a medio secar. Ya me había sacado los piojos más grandes (los piojos vaca, decía ella, los que se te ven de lejos) y estaba dedicándose a los chiquitos y a las liendres, la parte más delicada del trabajo. Delicada porque es difícil pero también porque es artesanal, porque requiere otra fineza de los dedos: hacer pinza con las uñas (las madres tienen que llevarlas largas, como los guitarristas) y lograr que no se caigan de nuevo en la cabeza mientras los levantás. Entonces sonó el teléfono de línea.
Aproveché su ausencia para meterme entera en la bañadera, la cabeza y el cuerpo. Lo más importante era meter las orejas y no escuchar nada salvo el sonido del agua contra los tímpanos y los ruidos del mundo a través de ese colchón. Estar en el baño era estar sola y estar en el agua era estar sola en serio. Metí un poco más la cabeza y me picó ese frío en el paladar que se siente cuando te entra agua en la nariz. El mar no se le desea a nadie, me acordé. Eso había entendido medio dormida a la mañana temprano, cuando escuché a mi tía hablándole a mi hermana, mientras íbamos para el colegio. Pensé que hablaban de naufragios. Pero seguí escuchando y entendí que mi tía hablaba del mal, no del mar: es el mal lo que no se le desea a nadie. Por eso las maldiciones en idish siempre vienen mezcladas en una cosa linda, decía mi tía, aunque a veces suene confuso: «que entre la bendición de dios en su paquetito de desgracias», por ejemplo, o «que sea rico, muy rico, el único rico de toda la familia». Claro, como la de «que tengas una vida interesante», dije yo; pero mi tía me dijo que esa no es en idish, que esa es una maldición china, aunque se parezca a las que vienen del idish."
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Emecé / Notanpuän (CABA / San Isidro)
144 págs. - 21 x 14 cm.
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