Amo a personas en esta vida
Pero lo que más amo es estar delgada
Porque la delgadez no puede gritarte
No puede darte vuelta la cara
Sólo vas hacia la muerte
Como si apenas fuera un pequeño detalle
DOROTHEA LASKY
"Dicen que la historia de la anorexia empezó con Santa Clara de Asís, Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Ávila. Santas anoréxicas del siglo XIII. Damas de voluntad de hierro que habitaron por primera vez ese extraño lugar donde no hacía falta comer para vivir. Revolucionarias del ayuno excesivo que lograban anular el cuerpo hasta que morían. Simplemente se consumían y ascendían al cielo en forma de aura. Más tarde, los jefes de la Iglesia les daban categoría de santas. Se alimentaban con algunas hierbas que arrancaban del suelo magro y tomaban agua pura sólo si provenía de corrientes cristalinas. Habían renunciado a la carne y a los vegetales cocidos a los seis o siete años, mucho antes de enrolarse en los conventos y en las abadías que las refugiaron de las obligaciones y de las normas sociales del mundo laico, de la angustia que les producía el destino femenino que les esperaba cuando cumplieran doce o trece años: el matrimonio, el sexo, la maternidad y otros sustantivos poderosos.
En la novela Una nihilista, que escribió Sofía Kovalévskaya, la protagonista dice que después de algunos días de ayuno religioso sintió que ya no tenía cuerpo y que podía separarse más y más de él, como si pudiera volar y alejarse de la tierra. Era Nochebuena y la familia se preparaba para festejar la Navidad. La escena me conmueve y reaviva en mí una vieja sensación de alivio.
La Nochebuena de 1989 la festejamos en la casa de mi tía Lila, la casa a la que se mudaron mis abuelos en los años cincuenta cuando dejaron de vivir en el campo y se instalaron en Lobos. Era una típica casa de pueblo, con un paredoncito de material que separaba la vereda de un pequeño jardín y de la puerta de calle, que permanecía cerrada. Entrábamos por un portón de reja, atravesábamos un pasillo largo de baldosas amarillas que se usaba para guardar autos y para jugar carreras de triciclos.
Iba vestida con un solero blanco estampado con grandes flores rosadas que me había comprado mamá en una tienda del centro. Di vueltas frente al espejo para ver cómo se acampanaba el solero cada vez que giraba y, en cada vuelta, miraba de reojo cómo el movimiento envolvente pegaba la tela a mi panza y a mi espalda, atrapaba la medida exacta de mi cuerpo visto de perfil: una línea fina, inmaterial. Un trazo largo y etéreo que, si giraba lo suficiente, podía desprenderse del suelo.
Hacía unos meses, había cumplido quince años."
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Ediciones B (CABA)
256 págs. - 21 x 15 cm.
Prensa
Página12: Una autoficción sobre la anorexia LEER
La Agenda: La obediencia, la clausura, la conciencia y los vínculos LEER
El País: “Mi cuerpo me salvó, no le hizo caso a mi cabeza” LEER
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