Traducción Rafael Santervás
"Parecía un niño hosco y paciente, endurecido, quizá, respecto a los malos tratos. Soportaba los golpes de Hindley sin parpadear ni verter una lágrima, y mis pellizcos le hacían sólo dar un respiro y abrir los ojos como si se hubiera lastimado por casualidad y sin que nadie tuviera la culpa. Este aguante enfureció al viejo Earnshaw cuando descubrió que su hijo perseguía al pobre huérfano, como él le llamaba. Se encariñó con él de una manera extraña, creía todo lo que le decía (en realidad decía bien poco y generalmente la verdad) y le mimaba mucho más que a Catherine que era demasiado traviesa y rebelde para ser la favorita.
Así que ya desde el principio, Heathcliff generó resentimiento en la casa, y a la muerte de la señora Earnshaw, que ocurrió menos de dos años después, el señorito había aprendido a mirar a su padre como a un opresor más que como a un amigo y a Heathcliff como a un usurpador del afecto paterno y de sus privilegios, y se amargó a fuerza de rumiar ese agravio. Simpaticé con él durante algún tiempo, pero cuando los niños cayeron enfermos con sarampión y tuve que cuidarles, cargando de repente con las responsabilidades de una mujer, cambié de opinión. Heathcliff estuvo gravemente enfermo y, en los peores momentos, quería tenerme constantemente a su lado. Supongo que se daba cuenta de que hacía mucho por él, pero no tenía la capacidad para imaginar que lo hacía por obligación. Con todo, he de decir que era el niño más tranquilo que una enfermera tuvo que cuidar jamás. La diferencia entre él y los otros me obligó a ser menos parcial. Cathy y su hermano me agobiaban terriblemente. Él se quejaba menos que un cordero, pero era por dureza, no por dulzura por lo que daba poca guerra.
Salió adelante y el doctor afirmó que en gran parte se debía a mí y me alabó por mis cuidados. Me envanecí con sus elogios y me ablandé con la persona que era la causa de que los mereciera, y de ese modo Hindley perdió su último aliado. Aun así, yo no podía encariñarme con Heathcliff, y con frecuencia me preguntaba qué veía mi amo tan admirable en aquel crío hosco, que nunca, que yo recuerde, correspondió a su benevolencia con ningún signo de gratitud. No era insolente con su benefactor, sencillamente era insensible, aunque sabía muy bien el dominio que ejercía sobre su corazón, y era consciente de que no tenía más que decir una palabra para que toda la casa se viera obligada a doblegarse a sus deseos. Como ejemplo, recuerdo que el señor Earnshaw compró un par de potros en la feria del pueblo y dio uno a cada chico. Heathcliff escogió el más hermoso, pero pronto quedó cojo, y cuando él lo descubrió le dijo a Hindley:
-Tienes que cambiarme el caballo. El mío no me gusta. Si no quieres, le contaré a tu padre las tres palizas que me has dado esta semana y le enseñaré el brazo, que está negro hasta el hombro.
Hindley le sacó la lengua y le dio de bofetadas.
-Será mejor que lo hagas enseguida -insistió Heathcliff, escapando hacia el porche (estaban en la cuadra)-.
Tendrás que hacerlo, porque si hablo de estos golpes los recibirás con creces.
-¡Fuera de aquí, perro! -gritó Hindley, amenazándole con una pesa de hierro que se usaba para pesar patatas y heno.
-Tírala -replicó el otro quedándose inmóvil-, y entonces le contaré que te has jactado de que me vas a echar de casa en cuanto él se muera, y verás si no te echa a ti inmediatamente.
Hindley se la tiró, le dio en el pecho y le hizo caer, pero enseguida se levantó tambaleándose, sin aliento y pálido y, si yo no lo hubiera evitado, se habría ido a su amo y conseguido plena venganza, dejando que su estado hablara por él, insinuando quién se lo había causado.
-¡Pues coge mi potro, gitano! -dijo el joven Earnshaw-, y ojalá te rompa la crisma. ¡Llévatelo y maldito seas, intruso miserable! Sácale a mi padre todo lo que tiene, y después le muestras lo que eres, hijo de Satanás. ¡Llévatelo, espero que de una coz te salte los sesos!
Heathcliff había ido a soltar al animal y llevárselo a su propio establo. Pasaba por detrás de él cuando Hindley ponía fin a su retahíla derribándole bajo sus patas y, sin pararse a comprobar si se habían cumplido sus deseos, salió corriendo a toda prisa. Me sorprendió presenciar con qué frialdad el chico se levantaba y seguía con sus propósitos. Intercambió las sillas de montar y todo, y luego se sentó en un montón de heno para reponerse del malestar que el violento golpe le había ocasionado antes de entrar en la casa. Le persuadí fácilmente de que me dejara echar al caballo las culpas de sus contusiones. Le importaba muy poco el cuento que se contara, puesto que tenía lo que queria. En verdad se quejaba tan rara vez de meneos como éste que creí realmente que no era vengativo. Me equivoqué por completo, como va usted a oír."
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Austral / Booket (CABA)
416 págs. - 19 x 13 cm.
Prensa
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