"La abuela se ponía de malhumor ni bien la veía. Lo trataba de disimular pero se le notaba fácil por cómo apretaba la mandíbula. Alguna vez se le escapó delante de nosotras que no entendía cómo su hijo se había casado con una mujer así, tan enrevesada. Y un poco tenía razón: mamá andaba de acá para allá, toda nerviosa y acalorada desarmando su infinidad de bártulos y quejándose por el espacio. Atrás venía papá, también malhumorado, dándonos órdenes, diciéndonos que buscáramos nuestros bolsos y ayudáramos a la abuela. Y nosotras lo que menos queríamos era ponernos a trabajar. Éramos vagas. Además, la abuela ya se había ocupado de todo: el surubí frito, la tarta pascualina, la torta de manzana. Y a pesar de eso, de saber que la abuela no la quería nada a mamá, a la tarde se las veía regias, reunidas en la cocina. La abuela se sentaba con un toallón sobre los hombros y el pelo recién lavado, y en la falda sostenía una bolsa de tela llena de ruleros que le pasaba de a uno a mamá, que estaba atrás de ella. Mamá le hacía los rulos bien chiquitos y apretados, como le gustaba a Esther. Ni papá ni nosotras íbamos a la cocina cuando ellas estaban con los rulos. Mamá le rociaba spray por toda la cabeza y después le ponía una cofia de tela bien ajustada. La nube de spray las envolvía, ellas charlaban de sus cosas y el resto quedábamos afuera. Mamá hablaba de política sin tener idea, criticaba a algún familiar porque sí o decía algún disparate, como pedir que muden la capital a otro lado. A veces pienso que la abuela no la escuchaba, que estaba absorbida por ese cosquilleo lindo en el cuero cabelludo y solo decía, ajá, hábrase visto, vos vieras, cuando le parecía que mamá se quedaba callada.
Será por eso que a veces sueño con ese Cristo, un sueño claro, brillante: la base del Cristo que queda en la mesa, sostenida por el montón de cera derretida, y la parte del torso y la cabeza en el suelo con los rosarios desparramados. Porque fue mi hermana o fui yo que lo tiramos al piso. Al principio fue gracioso pero después no. Después fue ponerlo en su lugar, encajarlo en equilibrio y no tocarlo más. Antes de volver a Buenos Aires, le enroscamos los rosarios y unos collares de perlas en la parte rota y la saludamos a la abuela como si nada. Me recuerdo asustada, con miedo a que papá me retara si descubría en mi cara que escondía algo. Y minutos después en la ruta, aliviada, con la vista en el paisaje sin mirar nada.
Ahora que lo pienso, deberíamos haber traído al Cristo. Tal vez, con ese Cristo roto y vuelto a pegar, la abuela se sentiría un poco más acompañada. Pero el Cristo quedó allá, en Paraná, y solo la trajimos a ella, a sus vestidos y polleras gruesas, el olor a pis en las bombachas, algunos frascos de Roby que encontramos por ahí."
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Tenemos las máquinas (CABA)
138 págs. - 21 x 15 cm.
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