Premio Nacional de las Letras Españolas
Me conmueven
las cosas más cercanas,
las sombras, los pliegues de la Tierra
desde donde comenzó la intimidad
del todo (Carmen Yáñez)
"Hace apenas quince minutos que nos detuvimos en Puertollano, pero la máquina ha reducido una vez más la marcha. Vamos a volver a parar, ahora en el apeadero de Pozonegro, un pequeño pueblo de pasado minero y presente calamitoso, a juzgar por la fealdad suprema del lugar. Casas míseras con techos de uralita, poco más que chabolas verticales, alternándose con calles del desarrollismo franquista más paupérrimo, con los típicos bloques de apartamentos de cuatro o cinco pisos de revoque ulcerado o ladrillo manchado de salitre. El AVE tiembla un poco, se sacude hacia delante y hacia atrás, como si estornudara, y al fin se detiene. Sorpresa: ese hombre ha levantado la cabeza por primera vez desde el comienzo del viaje y ahora mira a través de la ventana. Miramos con él: un áspero racimo de vías vacías y paralelas a la nuestra se extiende hasta un edificio que queda pegado al tendido férreo. Nosotros nos encontramos a cierta altura, en una especie de paso elevado que debe de quedar a ras del segundo o tercer piso del inmueble. Casi al borde de las vías asoma un balconcito ruinoso: la carpintería es metálica, la puerta no encaja, una vieja bombona de butano se pudre olvidada junto a la pared de ladrillo barato. Atado a los barrotes oxidados, un cartel de cartón, quizá la tapa de una caja de zapatos, escrito a mano: «Se vende», y un teléfono. La representación perfecta del fracaso.
Ese hombre se ha quedado mirando el lastimoso paisaje durante largo rato. Quieto, impasible, se diría que sin parpadear. Al cabo, el tren reanuda su marcha y él hunde de nuevo la cabeza en el ordenador. Exactamente veintiocho minutos más tarde entramos en Córdoba Central. Ese hombre se pone en pie, revelando que es mucho más alto de lo que parecía; su chaqueta, cara y de buen corte, quizá de lino, está hecha un acordeón y cuelga desarbolada de sus huesudos hombros; sin embargo, ese hombre no se recoloca la ropa, como tanta gente hace automáticamente al levantarse. Baja su maletín del portaequipaje, lo pone sobre el asiento y guarda en él su portátil. Se yergue, aparta de un manotazo el pelo de la frente y desciende del vagón.
Una vez abajo, parece haber perdido de pronto el impulso que lo movía. Se queda paralizado al pie de la escalerilla, mirando con desconcierto alrededor mientras los demás pasajeros que salen detrás de él gruñen, protestan y terminan salvando el estorbo por un lado o por otro, como el río que se parte en torno a una roca."
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Alfaguara (CABA)
328 págs. - 24 x 15 cm.
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