"La señora Palfrey llegó por primera vez al hotel Claremont en la tarde de un domingo de invierno. Llovía torrencialmente sobre Londres y el taxi avanzaba chapoteando por Cromwell Road, que se hallaba casi desierta, dejando atrás un pórtico tras otro, cada uno más cavernoso que el anterior. El conductor había aminorado la velocidad y asomaba la cabeza por la ventanilla bajo el aguacero, porque no conocía el Claremont. Semejante descubrimiento, el hecho de que el hombre ignorase la existencia del hotel, había inquietado un poco a la señora Palfrey, pues tampoco ella lo conocía y empezaba a preguntarse en qué clase de establecimiento estaba a punto de hospedarse. Trató de ahuyentar el terror de su corazón. La amenaza de su propia angustia la atemorizaba.
Por fin, el automóvil se detuvo. Leyó nítidamente "Hotel Claremont" escrito con grandes letras que cruzaban el frente de lo que debían ser dos, o quizá tres, grandes casas que habían sido transformadas en una. Sintió alivio. Las columnas del pórtico parecían recién pintadas, había laureles en las macetas que decoraban las ventanas, cortinas limpias: una fachada de meticulosa respetabilidad.
Salió con dificultad del taxi y, apoyándose en su bastón con punta de goma, cruzó la vereda y subió los escalones. Le dolían las várices.
El taxista, que avanzaba tropezándose con las maletas, parecía un intruso en aquel lugar aislado del mundo, y enseguida el portero se ocupó de reemplazarlo en la tarea de cargar el equipaje. La señora Palfrey abrió su cartera y eligió cuidadosamente algunas monedas. Todos sus movimientos eran lentos, casi solemnes. Siempre había sabido cómo comportarse. Aun en sus tiempos de recién casada en Birmania, cuando vivía en condiciones extrañas, por no decir alarmantes, se había mostrado majestuosa y serena, como la vez en que la transportaron en canoa río arriba hasta su nuevo hogar; impasible, había entrado en una casa que era la humedad misma, mientras una serpiente enroscada en la baranda le daba la bienvenida. Había alzado la frente y se había armado de valor, como aquella misma tarde en el tren que la llevaba a Londres."
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La bestia equilátera (CABA)
256 págs. - 20 x 13 cm.
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