Levanté la cabeza, horrorizado, y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano. - Qué has hecho, desdichada. (Clemente Palma, Los ojos de Lina)
"Ya no habría recomendaciones imposibles. Que dejara de fumar, lo primero, y segundo, que no aguantara la respiración, que no tosiera, que por ningún motivo levantara paquetes, cajas, maletas. Que jamás me inclinara ni me lanzara al agua de cabeza. Prohibidos los arrebatos carnales porque incluso en un beso apasionado podían romperse las venas. Eran quebradizas esas venas que habían brotado de la retina y se habían estirado y enroscado en el espesor del vítreo. Había que observar el crecimiento de esa enredadera de capilares y conductos, día a día vigilar su milimétrica expansión. Eso era todo lo que podía hacerse: acechar el sinuoso movimiento de esa trama venosa que avanzaba hacia el centro de mi ojo. Eso es todo y es bastante, dictaminaba el oculista, eso, eso es, repetía, desviando sus pupilas hacia mi historia clínica convertida en una ruma de papeles, un manuscrito de mil páginas embutidas en una gruesa carpeta. Juntando sus cejas canosas Lekz escribía la exacta biografía de mis retinas, el pronóstico incierto. Luego aclaraba la voz y me sometía a los pormenores de novedosos protocolos de investigación. Dejó caer en una frase los transplantes en fase experimental. Solo que yo no calificaba para ningún experimento: o era demasiado joven, yo, o las venas demasiado gruesas, o el procedimiento demasiado riesgoso. Había que esperar a que se publicaran los resultados en revistas especializadas y que el gobierno aprobara las nuevas drogas. El tiempo también crecía como venas arbitrarias y el oculista continuaba hablando sin pausa, esquivando mi impaciencia. Y si hay hemorragia, doctor, decía yo, apretando sus protocolos entre las muelas. Pero no había que pensar en eso, decía él; mejor no pensar en absoluto, solo seguir observando y tomando unas notas que luego le sería imposible descifrar. Pero pronto levantaba la vista de su ilegible caligrafía para concederme que si ocurriera, si llegara a ocurrir, si efectivamente se daba esa ocurrencia, ya veríamos. Verá usted, respondí refugiada en mi odio, sin articular ni una letra: espero que vislumbre algo cuando yo ya no."
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Eterna Cadencia (CABA)
176 págs. - 22 x 14 cm.
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