"El día de la crecida del arroyo, Kayin reparó por primera vez en el rubio. Ese blanquito de pelo amarillo y carita de abandonado. Los vecinos arrastraban sus botas de caucho por los ríos de barro. Los niños hacían guerras de agua, los balones chapoteaban en la tierra húmeda y los gallos aleteaban desde las ventanas y los techos.
Kayin caminaba con esfuerzo por el barrizal, traía al hombro un costal de yuca y coco para que su madre cocinara los enyucados, las panelitas de leche y las alegrías. Venía sudando y maldiciendo. La humedad, el cacareo, el olor ácido de la tierra lo traían triste. Le enfurecía la contradicción de la miseria. La leyenda de San Basilio de Palenque como el primer pueblo de esclavos libres de América y ver a su madre salir, de madrugada, con una ponchera en la cabeza para vender dulces a los blancos turistas en Cartagena. Libres un carajo.
Al pasar por la plaza, vio al rubio sentado bajo la estatua de Benkos Biohó. Tenía una enorme mochila verde desteñida y la piel roja en la nariz y los pómulos. Ojitos de ternero, ojitos de viajero buscando alojamiento gratis. Sudaba. La gente iba a su lado sin verlo. Otro gringo más, pero con cara de gringo pobre. Los palenqueros ya estaban hartos de recoger yanquis, darles comida, aparecer en sus documentales independientes y nunca más saber de ellos. En cada casa de Palenque se arrumaban papeles viejos con números de teléfono en Bélgica, correos electrónicos, direcciones web. Recelaban sobre todo de los viajeros de mochila, que no traían dólares y se bañaban todos los días gastando, sin ninguna vergüenza, el barril familiar de agua lluvia. Que insistían en bailar con las mujeres jóvenes, moviendo las caderas con insipidez y arritmia. Kayin, sin embargo, sintió lástima por el gringo. Llegaste tarde a la fiesta, papá, pensó, mientras pasaba de largo. Volteó la cabeza al caminar y le vio cara de gato triste. La mismísima cara de gato triste que hace muchos años Kayin había llevado a su casa.
Después de la siesta, Kayin salió a caminar el pueblo. Encontró al rubiecito jugando fútbol con algunos jóvenes.
Seguía teniendo carita de ternero. Seguía rojo y pateaba el balón con sus chanclas embarradas. La gente soltaba risitas, le gritaban:
-¡Arriba, Messi! -Y remataban el chiste en lengua criolla palenquera.
Era triste verlo, con su cuerpo escuálido, jugarse la hombría y la dignidad en este pueblo de negros monumentales, calientes y fornidos. El rubio seguía con una determinación animal. Corría en chanclas, gambeteaba con desespero. De repente hizo un gol bestial. Un gol agónico y se acabó el partido. Los muchachos le tocaron el hombro y se fueron. El rubio volvió a quedar muy solo junto con su enorme mochila, verde desteñida. Rojo como un camarón, hiperventilaba. Le caían goterones de sudor como lágrimas. Kayin se acercó. Le habló con un inglés magullado. El rubio salió por un momento de su trance de gato y lo miró a los ojos. Eran ojos de ternero que sonríe. Un filamento triste. El rubio tenía mirada de telaraña. Por fin le respondió en español."
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Concreto (CABA)
136 págs. - 20 x 14 cm.
Prensa
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